Las comparaciones, como tantas veces se afirma, son odiosas, a veces por
inevitables (es como mejor se hace uno entender, es un recurso fácil pero
certero y efectivo), otras por innecesarias y/o absurdas (hay cierta
autoproclamada experta que las hace sin ton ni son, a tontas y a locas,
queriendo demostrar un conocimiento que, gracias precisamente a ese uso
indiscriminado y sin sentido, aún deja más claro no posee), algunas, como en el
caso que nos ocupa, porque dirigen, influyen, afectan, interfieren, vician de
origen nuestra valoración (aunque sólo sea para distanciarnos de lo que nos
parece inadecuado e incluso negativo, como se verá a continuación). El pasado
mes de septiembre, Lumen publicaba en castellano (con traducción de Miguel
Temprano García) En estado salvaje, novela
que le valió a Charlotte Wood el Stella Prize en 2016, publicada por lo tanto
antes de que, gracias a su estremecedora y contundente adaptación televisiva, El cuento de la criada de Margaret
Atwood se convirtiese en un fenómeno mundial y popular (por más que a algunos
garantes de las esencias intelectuales, elitistas de salón, les escueza y, ante
eso, se apresuren a marcar distancias –“Sí, es una novela interesante, pero las
tiene mucho mejores, son mis favoritas, las que le conceden auténtico
prestigio”-). En la contraportada del libro que terminé recientemente (leído,
por cierto, casi en estado hipnótico -o, ¿por qué no decirlo cuando le cuadra a
la perfección por más que resulte obvio?, salvaje, sin resuello, notando el
corazón galopar-) se señala que tiene “ecos que nos recuerdan las escenas más
impactantes de El cuento de la criada”,
algo que se debería dejar al albur/opinión/experiencia de cada uno, puesto que
habrá quien no haya visto la serie (y mucho menos leído el original literario),
quien no conozca tampoco la adaptación al cine que protagonizó Natasha
Richardson a las órdenes de Volker Schlöndorff allá por 1990, hay que dejar libertad,
margen de maniobra para que el lector haga las conexiones que considere
pertinentes (y hasta impertinentes), incluso las acusaciones de
copiar/imitar/plagiar, no estoy muy de acuerdo con señalar el camino con lo de
“va en la línea de”, “si te gustó tal, te entusiasmará”, “el nuevo/la nueva”,
sobre todo cuando la mayoría opta por repetir lo que ha pillado por ahí, no se
molesta en informarse (no digamos en leer), se queda con el titular, una frase
descontextualizada (o sin contexto real), con un eslogan más o menos
afortunado, opinando y hasta sentenciando desde el desconocimiento o la
inexactitud (o ambas cosas mezcladas).
Y es que me parece un flaco favor presentar la obra de Charlotte Wood
remitiéndose a la de Margaret Atwood porque, por más que uno no quiera, la
comparación se aloja en el subconsciente y, de alguna manera, desenfoca la
lectura, la empaña, la condiciona; no digo que el paralelismo no sea oportuno,
es inevitable pensar en la distopía de la canadiense en algunos momentos, pero
diríase que se merman un tanto las cualidades y calidades de En estado salvaje haciéndola quedar como
un remedo de El cuento de la criada cuando
cuenta su propia historia y, en realidad, sólo la recuerda/toma como modelo/copia
(que cada cual escoja) en el punto de partida, en el modo de empezar por los
resultados de algo sucedido antes de que arranque la narración y en que sólo sean
mujeres las sometidas, las prisioneras, las apartadas, las castigadas. De alguna
manera, las distopías se parecen unas a otras, poseen muchos puntos en común,
es fácil emparentar 1984 con Un mundo feliz o El señor de las moscas (que es, por cierto, el antecedente que más
veces me ha venido a la cabeza durante mi lectura), tenga el autor unas
intenciones u otras, aunque difieran en objetivos y soluciones, tengan clara
vocación de alegoría política o sean producto de una imaginación desbocada y
fructífera, por más que se puedan establecer paralelismos con el ahora mismo (o
el pasado más o menos reciente) o se anclen en la ucronía (a veces para aumentar
el desasosiego e incluso su posibilidad -si no es que, eso también sucede, ya
está ocurriendo por más que neguemos la evidencia-), son historias que, al poder
ser englobadas bajo un nombre común, conforman un género o subgénero que
identificamos y distinguimos como tal gracias a determinadas características
que establecen lazos de unión entre unas y otras (más luego, por supuesto, las
asociaciones particulares de cada uno por similitudes o diferencias -que es
otra forma de comparar-).
Y, por seguir por la vía abierta desde la propia contraportada del
libro, mientras Margaret Atwood explica, con enorme verismo (y capacidad de
anticipación) y descripción minuciosa qué está sucediendo en el mundo que retrata,
cómo se ha llegado a la situación que es el presente de su obra, Charlotte Wood
juega la baza de la ambigüedad, de la suposición, de la duda, de lo inconcreto,
amenaza real (como comprueban las protagonistas en propia carne) de la que al
desconocer su origen, su motivo, su razón (o irracionalidad) resulta imposible
defenderse, no se puede estar prevenida (en femenino porque, repito, son
mujeres, diez en concreto, las que se encuentran en la misma terrible situación)
porque no se sabe cuándo, dónde, cómo y por qué, amenaza que no se siente como
tal hasta que se está ejecutando. “¿Qué
diría de estas chicas la gente que las conoció en sus antiguas vidas? ¿Que
desaparecieron? ¿Quizá algún documental de esos que nadie ve, o uno de esos
periodicuchos que nadie lee, relacionaría todos los casos y encontraría el hilo
para contar su historia? Podrían llamarla “Las chicas perdidas”. ¿Dirían que
habían “desaparecido” o que se “perdieron”? ¿Dirían que las habían abandonado o
raptado, igual que la gente decía que habían atacado a una chica o habían
violado a una mujer, siempre procurando que la feminidad pareciese en sí misma
la causa de estos hechos? Como si las propias chicas se hubiesen infligido a sí
mismas ese horror porque así es como funcionan las cosas. Atraían el secuestro
y el abandono: ellas mismas habían ido a esa prisión porque en el fondo se lo
habían buscado y ahora apechugaban con las consecuencias.” Las prisioneras
(porque eso son y queda claro desde el primer momento) repasan su vida anterior
buscando el motivo, el delito, la causa de su condena, y en las conclusiones a
las que alguna de ellas llega reaparecen posibles puntos de contacto con El cuento de la criada, aunque tampoco
explicaremos más por no destripar ninguna de las dos novelas, dejemos que sea En estado salvaje la que dé alguna pista
o traiga a colación el asunto de fondo (el meollo de la trama) que sobrevuela
por sus páginas: “Ahora comprendió que
por eso estaban allí. Por el odio de lo que salía de ti, de lo que contenías.
De lo que tu naturaleza daba de sí. Entendió, porque lo había compartido, el
miedo sordo y el odio que le inspiraba su cuerpo. Había florecido en su
interior toda su vida, lo había purgado, pero volvía a crecer imparable todos
los meses: ese vicio oscuro y la conciencia de que era carne, de que había
nacido para fabricar carne.”
En un paraje desértico, en un complejo similar al de demasiados campos
de concentración tristemente populares, jugando con imágenes colectivas de gran
calado e impacto, Charlotte Wood pone a sus personajes en una situación que (ya
ven lo libre y personal que es esto de las asociaciones) a uno le recordó tanto
a Esperando a Godot (¿Llegará alguien
alguna vez?) como a El fulgor y la sangre
(sobre todo por el escenario y aquellos capítulos en que las mujeres revisan su
pasado buscando respuestas -aunque las de Aldecoa lo que más anhelan es que no
sea el cadáver de su marido el que los demás traen de regreso-), las pone
continuamente al límite de la resistencia física y moral, las obliga a
convivir/compartir, saca lo peor de la (llamada) condición humana, por eso resonaron
y retumbaron los muchos ecos que me dejó la lectura adolescente de El señor de las moscas, aquella parábola
tan dolorosa y (no lo evitemos una vez más) salvajemente verosímil, la
inocencia se pierde con suma facilidad, no digamos la bondad, el compañerismo,
el altruismo, cuando se trata de sobrevivir, cuando se considera a los demás
como enemigos, cuando no hay comida para todos, cuando las necesidades mínimas
no están cubiertas y la situación mejora (o así lo parece) cuando hay menos
para repartir (pero no hay que desesperar, no todo está perdido si alguien, una
mujer llamada Yala, es capaz de sobreponerse a la brutalidad cazadora que la
posee para salvar la vida de unos gazapos). Y, como ya hiciese Aldecoa, como es
privilegio de muy pocos, Wood es capaz de resultar claustrofóbica en un espacio
abierto, constriñe y restringe a sus personajes, pueden salir al aire libre
pero la tortura es aún mayor porque la vía de escape parece al alcance de la
mano sin que sea posible tomarla, se diría que con cierta maña y/o pericia se
podría esquivar el obstáculo que separa el recinto carcelario de la naturaleza
sin barreras, pero esa aparente facilidad para escapar es tal vez la mayor de
las torturas que se inflige a las prisioneras, esas que, así se fustiga una de
ellas, Vera, “no son niñas, (…) no son
chicas, sino mujeres adultas, en el mundo, en Australia. En alguna parte en
este mismo país hay ciudades e internet y gobiernos y familias y centros
comerciales y universidades y aeropuertos y oficinas, todos ocupados en sus
asuntos, operando con normalidad.” Y ese mundo que, como diría el tango,
sigue andando, impasible, sin preguntarse por ellas, sin buscarlas, sin encontrarlas,
sin intervenir, es el elemento más desolador (y factible) de esta tremenda y
menos fantasiosa de lo que nos gustaría novela.