miércoles, 4 de abril de 2018

UN LUGAR TRANQUILO PARA NOSOTROS






   Hay películas que nunca olvidas cuándo y cómo viste por primera vez, así me sucede con El próximo año, a la misma hora, la adaptación de la exitosa obra de teatro de Bernard Slade que él mismo firmó para que Robert Mulligan sustituyese tras la cámara a Gene Saks (quien dirigió el montaje original en Broadway) y Ellen Burstyn volviese a encarnar el rol que le había valido un Tony, compartiendo pantalla con Alan Alda y no con Charles Grodin, su compañero sobre las tablas. La emitió TVE en horario de máxima audiencia (sí, en ciertas cosas fue mucho mejor aquel tiempo pasado que el de ahora) en enero de 1987, aquella época en que las clases estaban suspendidas por la huelga estudiantil que casi ha quedado reducida a la aparición de aquel conocido como Cojo Manteca, y la vimos tan ricamente (como tantas veces) los tíos, la abuela y yo. Ese fue el momento de enamorarme de un texto espléndido, de cautivarme con una (otra) canción debida al matrimonio Bergman (Marilyn y Alan) y a Marvin Hamlisch (sin olvidar la magnífica interpretación de Johnny Mathis y Jane Olivor), de revalidar mi admiración por Mulligan (el artífice de Matar un ruiseñor, otro de mis hitos televisivos unos años antes, un referente para siempre), por la actriz que, sobre todo, era hasta ese momento “la madre de la niña de El exorcista” (aunque a veces suprimíamos lo de “la niña” y le cambiábamos la criatura alumbrada) y por el protagonista de una de esas series que seguíamos aún sin captar todos sus matices, es decir, M.A.S.H., de experimentar esa gratísima (y por desgracia cada vez menos frecuente) impresión de estar ante una cinta que vas a recordar siempre, que vas a revisar en cuanto tengas oportunidad, que te va a seguir gustando, que se convierte en una de tus favoritas porque el placer y la sorpresa jamás decrecen, lo de menos es conocer su conclusión.

   Y, por desgracia, obras como la de Bernard Slade son cada vez menos frecuentes en la cartelera (diré madrileña porque es la que conozco, la que tengo cerca, a la que tengo acceso), el canadiense representa un tipo de teatro que algunos han decretado que no interesa, que se ha quedado antiguo, que es burgués (a veces, cuando escucho este adjetivo, a pesar del habitual tono despectivo, no tengo muy claro a qué se refieren o qué hay de malo en que uno, por ahí van los tiros -también en acusar de conformista, conservador o alienado a quien pasa un buen rato con la función-, quiera no complicarse demasiado la cabeza -en apariencia, luego veremos que, si se quiere, hay mucha tela que cortar, que lo ligero no lo es tanto, aunque si no es más no tiene por qué ser negativo-), lo han enterrado/desterrado/olvidado -aunque generalizan desde el desconocimiento la mayoría de las veces-, y eso es lo primero que celebro/agradezco a Héctor Claramunt, director y adaptador de Una vez al año, versión en castellano de lo que en catalán ha sido un gran éxito en el Poliorama de Barcelona hace pocos meses: “Como espectador, añoro obras en esta línea: me satura lo que se vende como moderno, pero olvida al espectador y le deja exhausto, sin entender nada. Me apetecía una historia para hacer feliz al público, que riera, llorara, se emocionara, un tipo de teatro que veía en mi infancia, sin más pretensiones que contar una historia, que te involucres con los personajes, es el teatro que me gusta”. Y también a un servidor quien, gracias a los buenos oficios de Daniel Mejías y Jorge Ochagavía, tuvo la oportunidad de charlar en el mismo patio de butacas del Marquina (teatro que acoge la función desde el pasado 22 de marzo) con el máximo artífice del montaje que ya se está aplaudiendo en Madrid, heredero directo del que (también con adaptación de Héctor) dirigió en Barcelona Àngel Llàcer y fue interpretado por Mar Ulldemolins y David Verdaguer, quienes no han podido repetir experiencia aquí porque “la opción de venir surgió de repente y no hubo posibilidad de cuadrar agendas, ya tenían otros compromisos”, motivo por el que Héctor dio un paso al frente y, así, vive su debut madrileño en estas lides. Silvia Marty y David Janer son los encargados de dar vida a una pareja que sólo lo es una vez al año, el momento en que abandonan su hogar para reencontrarse en la misma habitación en que sellaron su amor a pesar de estar casados con otras personas y haber formado cada uno su respectiva familia; ahí está lo rompedor, lo transgresor, lo revolucionario, lo que convierte a esta obra en cualquier cosa excepto en convencional: no se juzga a los adúlteros, todo lo contrario, se les apoya, se les comprende, hay libertad de sentimientos, se rompen reglas, se cuestionan obligaciones sociales/personales, se dinamita aquello considerado “normal” sin necesidad de grandes discursos ni subrayados.

   La función recorre veinticinco años (entre 1951 y 1975) en la historia particular de la pareja protagonista, pero también en la historia general del país en que transcurre (EEUU), el público que se acerque al Marquina verá unas actualización y españolización hechas con buen criterio, con respeto absoluto al original (hay momentos calcados), las mismas situaciones, las mismas emociones, sólo se ha cambiado lo imprescindible para que resultase verosímil en la España de 1975 en adelante: “A la hora de adaptarla a España, se trataba de escoger los momentos adecuados para enclavarla en nuestro pasado, pero el tema del amor, las relaciones, la infidelidad, todo eso es eterno y lo que se cuenta en escena queda en el público, porque mucha gente sale preguntándose si haría algo similar. Los personajes siguen queriendo a sus familias, llevando sus vidas, procuran no hacer daño a nadie, se termina queriendo tanto a los que están en el escenario como a los que no aparecen”. También sobre esto tengo feliz ocasión de conversar con Silvia Marty en su camerino: “No se puede obviar el contexto histórico, marca a los personajes, les afecta, les hace evolucionar, los cambios de fuera se notan en esa habitación”, esa es una de las múltiples razones por las que dijo sí al proyecto, por poder “mostrar a través de mi personaje cierta evolución de la mujer, algo que creo muy importante. Es maravilloso trabajar esa primera parte en que es todo impulso, no filtra, dice lo que le sale y ya está: empieza siendo una chica inocente, con ansia de vivir, con mucha curiosidad, felizmente casada, se quedó embarazada y, sin ningún tipo de conflicto, dejó sus estudios, cuida de su familia, pero va evolucionando e irá tomando decisiones”. Y lo que aquella mujer hacía y decía en el original, lo que hace y dice la de ahora, sea en EEUU o en España, tiene vigencia y validez (ojalá fuese algo del pasado): “Todavía hay que reivindicar ciertas cosas, no queda otra; es una pena pensar que ya nuestras abuelas estaban con ello y hoy en día seguimos casi igual. Por otro lado, una cosa son los derechos fundamentales básicos, y otra bien distinta, que no se puede negar, es que el hombre y la mujer son diferentes y eso es una maravilla”.

   Y ahí, como se decía, entra cada uno para estar de acuerdo o en desacuerdo, aplaudir o reprobar las acciones y palabras de los personajes, Héctor Claramunt lo tiene muy claro: “Tiene que ser el público el que saque sus conclusiones, no se le puede aleccionar, no se puede juzgar a los personajes: son buena gente, como cualquiera de nosotros, quieren a los suyos, pero de repente se enamoran de otra persona y entonces ¿hay que escoger? ¿Es posible ese ideal de, una vez al año, preservar esa burbujita e incluso beneficiarse de tener esa válvula de escape? Es un punto de vista muy interesante y, sí, muy rompedor y además sin estridencias. No sé cómo lo llevaría la gente, a los personajes les cuesta hasta que aprenden a normalizarlo, pero sufren bastante y al principio no saben cómo llevar la situación, las familias pesan, se sienten culpables”. Sobre este último asunto también dice algo Silvia Marty: “Venimos de un patriarcado feroz, pero también de una educación judeocristiana con el asunto de la culpa, esa moral impuesta nos afecta, esas diferentes capas están presentes y se explican en la obra. Por eso, puede venir un público que sólo quiera pasar un buen rato y punto, luego habrá a quien le toque el corazoncito, tal vez porque se sienta identificado. Lo mejor es que se hace desde una perspectiva amable, muy blanca, tocando temas muy humanos sin hacer sangre, especialmente lo relativo a los miedos, no sólo los propios sino los que compartimos o enfrentamos a otra persona, son cosas que todos hemos vivido, puede que no el hecho concreto pero sí la sensación”. Y el propio vestuario, los peinados, las imágenes que separan una escena de la siguiente, las canciones que suenan, todo habla de nosotros, de un tiempo que aún está muy cercano, de realidades dolorosas, de momentos de muy diversa índole, sólo la habitación (como en el original) permanece prácticamente inalterable, mientras los actores, en tiempo récord, van envejeciendo, cambiando de ropa, rellenando las elipsis: “Los actores hacen un trabajo que a veces no se valora lo suficiente porque se piensa que la comedia romántica requiere menos esfuerzo, no se revuelcan en la sangre, no es una tragedia, pero es muy difícil mantener este auténtico tour de forcé: es una hora y 5o minutos en que no se para, constantes cambios de vestuario y maquillaje, también de energía, de actitud, envejeciendo, estoy muy orgulloso”, afirma Héctor Claramunt y, viendo los resultados, se puede decir que no es para menos.