Hay muchas frases hechas, sentencias transmitidas a lo largo de los
siglos, refranes tomados como verdades absolutas (aunque a veces no hay
excepciones que oponerles y, por lo tanto, demuestran su constante acierto), no
digamos poemas y canciones de todo pelaje y condición (va en gustos… y en
disgustos) que hablan del amor como esa fuerza sobrehumana que derriba
cualquier obstáculo, anula voluntades, doblega prejuicios, abate vocaciones,
hace sentir especial, embravece corazones, también le pintan capaz de obrar todo
lo contrario, con similar o mayor virulencia, provocando estados de ánimo
extremos, haciendo caer en pozos sin fondo, reduciendo fortalezas a cenizas en
cuestión de segundos, montaña rusa en la que no se para de subir y bajar, hacer
bucles, estar (literalmente) cabeza abajo, ese caudal arrollador de sensaciones
que Rafael Pérez Botija resumió a la perfección en una canción que Massiel
transformó en legendaria porque cualquiera de nosotros puede ser el mejor
ejemplo de alguna de las fases que describe, si no de todas (desde la fabulosa
primera línea “El amor es un rayo de luz
indirecta”- hasta el acabose ineludible y que se expresa sin paños
calientes –“El amor desbarata tus grandes
ideas (…) y te empuja a ser malo y te deja hecho mierda”-). Sí, podría
haber recurrido al sempiterno ejemplo de Lope de Vega y, de paso, haber quedado
como erudito, pero bien soportan los fieles visitantes de este rincón que lo
saque a pasear cada poco tiempo e igualmente, por otro lado, saben que, por más
que a veces me ponga estupendo (e incluso pedante, no lo oculto), mis primeros
referentes suelen ser esas canciones que, por esto, por aquello o por lo otro
(o por todo mezclado), forman parte de mi banda sonora (y de las que no
reniego).
Confío en la amabilidad de Elia Barceló para que me perdone lo que -lo
asumo- puede parecer una trivialización de su vibrante relato, pero se ha dado el
caso de que otra de esas tonadas que llevo dentro (en su composición original,
no con aquel espantoso y machacón bamboleo con el que, como señalaba con ironía
elegante no exenta de estupor María Dolores Pradera, Julio Iglesias se llevó
todos los dólares -y, al menos para quien esto escribe, taladró los oídos de
propios y ajenos, al margen de (y van…) estropear una composición que estaba
muy bien como estaba, como se pensó, como la parió Simón Díaz-), una de esas
remembranzas que uno no puede evitar porque brotan espontáneamente me acompañó
durante gran parte de la absorbente lectura de El secreto del orfebre, la triunfal, aplaudida y adorada novela
corta que, desde su aparición en 2003, no ha hecho más que sumar fans e ir
revalidando su condición de título de culto, regresando a las mesas de
novedades a finales de 2017 cuando Roca Editorial lo recuperó en una edición
que incorpora unas páginas hasta ahora inéditas en que la protagonista añade
magia, emoción y solidez (por el modo en que la redondea) a lo que ya poseía
todas esas virtudes y otras que espero ser capaz de transmitir con la misma
viveza con que las he experimentado y disfrutado durante las horas que he
vivido en sus páginas (y cuyos ecos aún resuenan con fuerza). Pero, por
continuar mi particular relato, como intentaba explicar un poco más arriba,
dejándome arrastrar por la atmósfera de ensoñación que Elia Barceló crea,
envuelto por su sugerente prosa, descubriendo el secreto que anticipa el título
(y algún otro tesoro más que la autora regala), el caso es que empecé a musitar
aquello de “quererse no tiene horario ni
fecha en el calendario” que se decía en Caballo
viejo, el auténtico mensaje de la canción por más que para tantos haya
quedado el estrambote “porque mi vida yo
la prefiero vivir así” que Julio Iglesias tomó prestado de los Gipsy Kings.
Pero contaría demasiado si explicase por qué la melodía me vino a la mente, es
mucho mejor que cada uno encuentre su propio ritmo mientras se va adentrando en
esta historia tan particular, en esta pieza de cámara que la autora desarrolla
con sensibilidad y ritmo pausado, con una lógica interna que mantiene su latido
vivo y contagioso, no importa lo que podamos anticipar, presuponer o resolver
por nosotros mismos, es imposible no terminar asombrado, sin aliento,
conteniendo la respiración, creyendo en el amor más allá de sublimaciones o
mixtificaciones, comprendiendo que merece la pena luchar por él cuando así lo
consideramos necesario (lo de menos es el resultado, lo peor es el reproche de
cobardía, dejadez, miedo, ceguera o todo mezclado).
Elia Barceló no esconde sus cartas, es tremendamente honesta, nos pone
en la disposición adecuada desde el principio, el camino comienza con unos
versos de T. S. Elliot que son toda una declaración de intenciones (“El tiempo presente y el tiempo pasado /
Quizá sean, ambos, presente en el tiempo futuro / Y el tiempo futuro esté
contenido en el tiempo pasado / Si todo tiempo es eternamente presente / Todo
tiempo es irredimible”), resulta imposible hacer trampas con una escritura
tan precisa, tan concisa, tan limpia, yendo directamente a la médula de lo que
quiere contar, obrando efectos con suma elegancia, afectándonos sin que seamos
conscientes de ello hasta que nos descubrimos anhelando, temiendo, suponiendo,
reconstruyendo y viviendo la historia con y como sus protagonistas, enfrentando
y afrontando el tiempo (en varias de sus acepciones), ese que tantas veces nos
ha sido (y es) escurridizo, implacable, inclemente. El secreto del orfebre nos toca se quiera o no, da igual lo que
creamos o dejemos de creer sobre el amor (asunto, por otro lado, que, por más
que -lo venimos diciendo- siempre describamos generalizando, por más que
existan esos estadios considerados universales porque todos, en algún momento,
hemos pasado por ellos, cada cual experimenta a su manera, creyéndose especial,
único, primigenio, pionero, inventor -esta sensación de particularidad es,
precisamente, una de las más comunes y repetidas-), no importa cuál es nuestra
experiencia, incluso es lo de menos el momento que vivamos (enamoramiento,
desengaño, rencor, felicidad, correspondencia, platónico), hablando en un tono
cálido e íntimo (incluso por momentos podría decirse recóndito, oculto, algo
que no trasluce, sentimientos que sólo expresan en las palabras que leemos como
si las escuchásemos, tal es su sonoridad, una confesión sentida y vívida, un
abrir el corazón en canal del narrador -o narradores, al final llegarán esas
páginas antes no publicadas que amplifican los ecos del relato y la implicación
de lector-), Elia Barceló consigue que hagamos nuestra la historia, que nos
preguntemos si querríamos vivir algo similar, cómo reaccionaríamos de
ofrecérsenos una oportunidad parecida, no en vano es algo en lo que uno se atrevería
a decir que todos hemos pensado alguna vez, volver atrás para actuar de otro
modo, no conviene explayarse mucho más en esto para no desvelar la lógica
implacable de la narración, su perfecto equilibrio entre lo real (lo que sucede
sin posibilidad de enmienda) y lo que puede considerarse mágico, su portentosa
coherencia que confiere aún más verosimilitud a lo que se nos cuenta/se nos
hace vivir. En apenas 120 páginas, en un pequeño libro bellamente editado (hay
que felicitar a la editorial por el volumen en sí, un formato manejable y
atractivo, una joya sin necesidad de recargamientos ni ostentosidades), cabe
una vida o, ¿por qué no?, más de una, la posibilidad de otra distinta, ¿qué
importa si es imaginada, intuida, imposible de ajustar con la presente cuando
horada una huella profunda que altera la superficie de nuestro corazón?
P.D.: Puede que alguien se pregunte por qué, cuando hablo de esas
canciones que inevitablemente resonaron en mi cabeza, no cito aquella de la que
tomo prestado el título de este escrito, es decir, Penélope de Joan Manuel Serrat, pero eso sería, una vez más, contar
demasiado o pretender influir en su lectura; quedémonos en que es una frase que
siempre me ha emocionado y que, al echar la vista atrás motivado por lo que
sucede en El secreto del orfebre, un
servidor sintió su mirada cargada con ese ayer a veces tan presente, a veces
bien pasado, otras mal enterrado y poco digerido. Que cada cual haga su propio
viaje, la novela lo merece.