viernes, 16 de marzo de 2018

CON LOS OJOS LLENITOS DE AYER







   Hay muchas frases hechas, sentencias transmitidas a lo largo de los siglos, refranes tomados como verdades absolutas (aunque a veces no hay excepciones que oponerles y, por lo tanto, demuestran su constante acierto), no digamos poemas y canciones de todo pelaje y condición (va en gustos… y en disgustos) que hablan del amor como esa fuerza sobrehumana que derriba cualquier obstáculo, anula voluntades, doblega prejuicios, abate vocaciones, hace sentir especial, embravece corazones, también le pintan capaz de obrar todo lo contrario, con similar o mayor virulencia, provocando estados de ánimo extremos, haciendo caer en pozos sin fondo, reduciendo fortalezas a cenizas en cuestión de segundos, montaña rusa en la que no se para de subir y bajar, hacer bucles, estar (literalmente) cabeza abajo, ese caudal arrollador de sensaciones que Rafael Pérez Botija resumió a la perfección en una canción que Massiel transformó en legendaria porque cualquiera de nosotros puede ser el mejor ejemplo de alguna de las fases que describe, si no de todas (desde la fabulosa primera línea “El amor es un rayo de luz indirecta”- hasta el acabose ineludible y que se expresa sin paños calientes –“El amor desbarata tus grandes ideas (…) y te empuja a ser malo y te deja hecho mierda”-). Sí, podría haber recurrido al sempiterno ejemplo de Lope de Vega y, de paso, haber quedado como erudito, pero bien soportan los fieles visitantes de este rincón que lo saque a pasear cada poco tiempo e igualmente, por otro lado, saben que, por más que a veces me ponga estupendo (e incluso pedante, no lo oculto), mis primeros referentes suelen ser esas canciones que, por esto, por aquello o por lo otro (o por todo mezclado), forman parte de mi banda sonora (y de las que no reniego).

   Confío en la amabilidad de Elia Barceló para que me perdone lo que -lo asumo- puede parecer una trivialización de su vibrante relato, pero se ha dado el caso de que otra de esas tonadas que llevo dentro (en su composición original, no con aquel espantoso y machacón bamboleo con el que, como señalaba con ironía elegante no exenta de estupor María Dolores Pradera, Julio Iglesias se llevó todos los dólares -y, al menos para quien esto escribe, taladró los oídos de propios y ajenos, al margen de (y van…) estropear una composición que estaba muy bien como estaba, como se pensó, como la parió Simón Díaz-), una de esas remembranzas que uno no puede evitar porque brotan espontáneamente me acompañó durante gran parte de la absorbente lectura de El secreto del orfebre, la triunfal, aplaudida y adorada novela corta que, desde su aparición en 2003, no ha hecho más que sumar fans e ir revalidando su condición de título de culto, regresando a las mesas de novedades a finales de 2017 cuando Roca Editorial lo recuperó en una edición que incorpora unas páginas hasta ahora inéditas en que la protagonista añade magia, emoción y solidez (por el modo en que la redondea) a lo que ya poseía todas esas virtudes y otras que espero ser capaz de transmitir con la misma viveza con que las he experimentado y disfrutado durante las horas que he vivido en sus páginas (y cuyos ecos aún resuenan con fuerza). Pero, por continuar mi particular relato, como intentaba explicar un poco más arriba, dejándome arrastrar por la atmósfera de ensoñación que Elia Barceló crea, envuelto por su sugerente prosa, descubriendo el secreto que anticipa el título (y algún otro tesoro más que la autora regala), el caso es que empecé a musitar aquello de “quererse no tiene horario ni fecha en el calendario” que se decía en Caballo viejo, el auténtico mensaje de la canción por más que para tantos haya quedado el estrambote “porque mi vida yo la prefiero vivir así” que Julio Iglesias tomó prestado de los Gipsy Kings. Pero contaría demasiado si explicase por qué la melodía me vino a la mente, es mucho mejor que cada uno encuentre su propio ritmo mientras se va adentrando en esta historia tan particular, en esta pieza de cámara que la autora desarrolla con sensibilidad y ritmo pausado, con una lógica interna que mantiene su latido vivo y contagioso, no importa lo que podamos anticipar, presuponer o resolver por nosotros mismos, es imposible no terminar asombrado, sin aliento, conteniendo la respiración, creyendo en el amor más allá de sublimaciones o mixtificaciones, comprendiendo que merece la pena luchar por él cuando así lo consideramos necesario (lo de menos es el resultado, lo peor es el reproche de cobardía, dejadez, miedo, ceguera o todo mezclado).

   Elia Barceló no esconde sus cartas, es tremendamente honesta, nos pone en la disposición adecuada desde el principio, el camino comienza con unos versos de T. S. Elliot que son toda una declaración de intenciones (“El tiempo presente y el tiempo pasado / Quizá sean, ambos, presente en el tiempo futuro / Y el tiempo futuro esté contenido en el tiempo pasado / Si todo tiempo es eternamente presente / Todo tiempo es irredimible”), resulta imposible hacer trampas con una escritura tan precisa, tan concisa, tan limpia, yendo directamente a la médula de lo que quiere contar, obrando efectos con suma elegancia, afectándonos sin que seamos conscientes de ello hasta que nos descubrimos anhelando, temiendo, suponiendo, reconstruyendo y viviendo la historia con y como sus protagonistas, enfrentando y afrontando el tiempo (en varias de sus acepciones), ese que tantas veces nos ha sido (y es) escurridizo, implacable, inclemente. El secreto del orfebre nos toca se quiera o no, da igual lo que creamos o dejemos de creer sobre el amor (asunto, por otro lado, que, por más que -lo venimos diciendo- siempre describamos generalizando, por más que existan esos estadios considerados universales porque todos, en algún momento, hemos pasado por ellos, cada cual experimenta a su manera, creyéndose especial, único, primigenio, pionero, inventor -esta sensación de particularidad es, precisamente, una de las más comunes y repetidas-), no importa cuál es nuestra experiencia, incluso es lo de menos el momento que vivamos (enamoramiento, desengaño, rencor, felicidad, correspondencia, platónico), hablando en un tono cálido e íntimo (incluso por momentos podría decirse recóndito, oculto, algo que no trasluce, sentimientos que sólo expresan en las palabras que leemos como si las escuchásemos, tal es su sonoridad, una confesión sentida y vívida, un abrir el corazón en canal del narrador -o narradores, al final llegarán esas páginas antes no publicadas que amplifican los ecos del relato y la implicación de lector-), Elia Barceló consigue que hagamos nuestra la historia, que nos preguntemos si querríamos vivir algo similar, cómo reaccionaríamos de ofrecérsenos una oportunidad parecida, no en vano es algo en lo que uno se atrevería a decir que todos hemos pensado alguna vez, volver atrás para actuar de otro modo, no conviene explayarse mucho más en esto para no desvelar la lógica implacable de la narración, su perfecto equilibrio entre lo real (lo que sucede sin posibilidad de enmienda) y lo que puede considerarse mágico, su portentosa coherencia que confiere aún más verosimilitud a lo que se nos cuenta/se nos hace vivir. En apenas 120 páginas, en un pequeño libro bellamente editado (hay que felicitar a la editorial por el volumen en sí, un formato manejable y atractivo, una joya sin necesidad de recargamientos ni ostentosidades), cabe una vida o, ¿por qué no?, más de una, la posibilidad de otra distinta, ¿qué importa si es imaginada, intuida, imposible de ajustar con la presente cuando horada una huella profunda que altera la superficie de nuestro corazón?

   P.D.: Puede que alguien se pregunte por qué, cuando hablo de esas canciones que inevitablemente resonaron en mi cabeza, no cito aquella de la que tomo prestado el título de este escrito, es decir, Penélope de Joan Manuel Serrat, pero eso sería, una vez más, contar demasiado o pretender influir en su lectura; quedémonos en que es una frase que siempre me ha emocionado y que, al echar la vista atrás motivado por lo que sucede en El secreto del orfebre, un servidor sintió su mirada cargada con ese ayer a veces tan presente, a veces bien pasado, otras mal enterrado y poco digerido. Que cada cual haga su propio viaje, la novela lo merece.