No creo en las casualidades (pero sí mucho en las causalidades), por lo
que asumo como algo que tenía que suceder así que sea precisamente hoy el día (aunque
no debería ser el único en que celebremos, reivindiquemos, demostremos respeto
a las mujeres, no hace falta que lo dicte el calendario, no hay que enarbolar
una bandera para quedar bien y borrarla del corazón, la mente y los hechos el
resto del año) en que, por fin (la terminé hace un par de semanas), me siento
delante del ordenador a recomendar vívida, encarecida e insistentemente la
última novela de Claudia Piñeiro que, como todas las anteriores, he devorado en
un par de sentadas, he releído algunos pasajes, he apuntado frases, me ha
cautivado, emocionado, asombrado, transformado. Da igual el género en que inscriba
sus textos, lo de menos (entiéndanme en qué sentido lo digo) es la trama en sí,
el punto de partida, cómo y quiénes son los personajes principales (y los maravillosos
secundarios y/o episódicos, a la larga consigue que, de un modo u otro, nos
sepamos/sintamos parte de una historia que, por más imaginación e ingenio que
derroche, siempre ofrece un detallado apunte tomado del natural), por encima de
todo está una escritora pletórica de recursos y significados, poseedora de una
prosa implacable que te arrastra y ante la que resulta imposible permanecer
impasible, una autora de gran perspicacia y aguda inteligencia (aunque parezca
un pleonasmo, no siempre lo uno implica lo otro ni viceversa) que recubre la
crítica con ironía punzante que a ratos deriva en sorna, que provoca más de una
carcajada, muchas sonrisas, frecuentes asentimientos de cabeza, reflexiones
profundas a las que seguimos dando vueltas tiempo después de haber cerrado el
libro.
Las maldiciones fue publicado en
España por Alfaguara en octubre del pasado año y gracias a su lectura, entre
otras muchas cosas, he podido reconfirmar que Claudia Piñeiro jamás defrauda
(al menos en lo que a un servidor se refiere) y que sigue poniendo muy difícil
aquello de escoger una novela favorita porque depende del momento, porque cada
una lo parece cuando estás inmerso en sus páginas, porque aún me queda por leer
Las grietas de Jara, tal vez, si me
apuran, me quedaría con Betibú porque
me dio la oportunidad de conocerla, de conversar con ella, de transmitirle cara
a cara mi pasión lectora, porque me dedicó el libro y lo considero uno de los mayores
tesoros cosechados a lo largo de tantos años de profesión. Por un lado, glosar
uno de sus títulos es fácil, son legión sus seguidores en todo el mundo, no hay
mucho más qué decir, con su nombre es suficiente, pero es difícil no caer en el
lugar común, en lo repetitivo, en aquello que al admirador incondicional se le
antoja escaso, que no hace justicia, que no transmite con la suficiente fuerza
ni el acierto deseado lo experimentado durante las horas que uno pasó dentro de,
en este caso, Las maldiciones (y de
las que después han seguido con sus ecos muy presentes y percibiendo los
efectos); en fin, reconociendo mi incapacidad para ir más allá, opto por el recurso
fácil (aunque algunos lo olviden) de demostrar el movimiento andando y, así, transcribo
el arranque de la novela y ya me dirán ustedes si pueden resistirse: “Cada hombre, cada mujer, carga con su propia
maldición. Hay quienes dedican toda su vida a desbaratarla, a vencerla; son los
que se creen capaces de burlarse de ella, poderosos, y así pelean del primer
día al último en una batalla absurda, desigual, inútil. Por otro lado están
aquellos que no luchan contra su maldición sino que conviven con ella, los que
aprenden a llevarla de paseo, como una mochila, intentando que pese lo menos
posible; la observan de reojo, la controlan sin combatirla, saben que está ahí,
de principio a fin, y aunque se preocupan por que no se ensañe con ellos, le
prestan la mínima atención. Pero hay una tercera categoría, la privilegiada, la
que integran lo que ni siquiera son conscientes de que esa maldición existe. Román
Sabaté es uno de esos privilegiados. Por más que, como todos, también esté
maldecido, lo desconoce, y es lo hace libre. A Román ni se le cruza por la
cabeza que su vida esté condicionada por maldición alguna; es ignorante y, por
lo tanto, sabio.” ¿Cómo no seguir engullendo palabras a buen ritmo, más aún
cuando Piñeiro lo tiene muy bien medido y, como se puede comprobar en lo
anterior, lo controla y ejecuta con pulso firme y la batuta bien aferrada?
Aunque Las maldiciones pone el
foco en la política (o en el poder como bien indica Santiago Roncagliolo), la
escritura de Claudia siempre posee una onda expansiva (y explosiva) que le
permite pasar de lo concreto, lo anecdótico, lo pequeño, lo íntimo a lo global,
lo social, lo que afecta (se sea o no consciente de ello, por eso nos abre los
ojos) a muchos, a una mayoría, a todos, y así es cómo va construyendo la novela
en esta ocasión, dosificando la información con la precisión de quien es también
una soberbia autora de thrillers,
alternando los narradores y los estilos (los espléndidos apuntes de Valentina
para el ensayo en que anda inmersa, razón por la que se convierte en pieza
clave de la acción de la novela, literatura -o realidad- dentro de la literatura
-o realidad-), dejando miguitas de pan por el camino que el lector recogerá en
el momento adecuado, variando la perspectiva al más puro estilo rashomoniano,
añadiendo datos, ajustando piezas que hacen más grande el puzle final. Y es de destacar
la claridad con que expone un asunto local para que sea comprendido en cualquier
lugar y lo convierte (nunca mejor dicho) en uno de los pilares de la narración,
describiendo comportamientos, engaños, ardides, motivaciones más o menos
oscuras, explicando gran parte de la psicología de sus personajes, haciendo
comprensible por qué actúan (o mienten) como lo hacen sin necesidad de tener
que conocer nada más antes (o después) de leer la novela. Porque, volvamos a
hacer hincapié en ello por si no lo supe explicar antes, Caludia Piñeiro habla
fundamentalmente de personas, de las que cobran vida en sus páginas, de las que
se sienten atañidas y/o reflejadas/descritas, de las que pueden ser Román o de
aquellas a las que se refiere cuando dice “¿quién
que esté metido en la política no está loco? (…) Algunos lo disimulan mejor,
eso sí (…). Los ves bien vestidos, hablando con palabras precisas, diciendo frases
grandilocuentes, serios. El tema es cuando se quedan solos, ellos y sus miserias,
ahí no hay disfraz ni careta que esconda lo que son.” Y cuando su amigo Sebastián
le dice que él no está loco, responde: “Es
que yo no estoy adentro, nunca estuve, nunca estaré verdaderamente adentro”
y cuando le pregunta por su tío Adolfo, militante de siempre, involucrado y
activista, remata “ése también está medio
chapa. Pero chapa bien, porque es buena gente. Ves, ésa es la diferencia entre
unos y otros. La política les hace picadillo de carne, les revienta las
neuronas e inevitablemente terminan medio locos. Hay locos buenos, como mi tío,
y locos malos”.
Es un libro con un claro posicionamiento vital, emocional e ideológico
(como el resto de la producción de Claudia), algo que nunca afecta a su
ecuanimidad narrativa ni a su visión caleidoscópica y lo más universal posible
(por aparecer, hasta lo hacen Pujol y la que fuese su bruja de cabecera,
aquella Adelina de jocoso -e infausto por lo que simboliza- recuerdo) y en el
que hay tiempo y espacio para gente de lo de más diversa, porque no todos somos
culpables de muchas (tristes) realidades pero tampoco somos totalmente
inocentes, porque “alguien puede llegar a
la política por muchos motivos. Unos más legítimos, otros menos. También por
error, por desidia, por no saber decir que no. Por estar en el lugar preciso,
en el momento preciso. O en el lugar equivocado. Porque de algo hay que vivir,
y ése sí que era para mí [lo escribe Román Sabaté] un motivo legítimo en aquel entonces, cinco años atrás”, justo
cuando arranca todo (bueno, siendo precisos, lo hace mucho antes pero ya se
encargará la autora de situarnos en el momento de la Historia -con mayúscula
porque hay que ir muy atrás a veces- necesario según desarrolla su historia).
Hay algunas páginas delirantes en torno a los editores (¡Brava!), pero dejaremos
que ustedes, aquellos que (espero, deseo, animo, exhorto) se lancen a Las maldiciones después de esta tonada
del arpa (e incluso abandonándola -yo lo haría- para no dilatar más el placer),
las descubran y paladeen sin interferencias ni advertencias, pero no quiero
despedirles sin recomendarles que se detengan (aunque estoy convencido de que
lo harían sin necesidad de mi intervención) en la diferenciación entre “lindo”
y “sexy” cuando aplicamos ambos adjetivos a los políticos que aparece en la página
30 y dándoles (espero/deseo/anhelo) una razón más para iniciar la lectura, un
párrafo que se me queda grabado a fuego: “Maldecir
puede maldecir cualquiera: hombres y mujeres, públicos o anónimos. Seguramente no
conocemos todas las maldiciones proferidas, hay otras, debe haberlas. Esas que
se dicen en secreto, en noches cerradas, en voz baja, entre dientes, sin
testigos. Las que le dice un padre a un hijo. Un amante a su amado. Un amigo a
quien cree que lo defraudó. A veces hasta sin mala intención. Incluso creyendo
que se hace un bien. Las otras maldiciones.” La única que quiero evitar es
la de estar fuera de la zona de influencia (y de deleite) de Claudia Piñeiro.
¡Quiero ser un maldito admirador de esta mujer de inmenso talento!